El mal tiene muchas modalidades, y suele buscar un enemigo para justificarse.
Si uno se enfrenta al mal atacándolo, se transforma en ese enemigo, y lo justifica.
Eso ocurre cuando ya no podemos más, no sentimos agraviados, y reaccionamos contratacando.
Es causa de muchas disputas familiares, y crónicas rupturas de relaciones cuando va acompañada la reacción ante el maltrato o el acto injusto de cierta dosis de soberbia.
Hay que evitar la afrenta, o resistirla, pero no reaccionar frente a la misma con violencia verbal o física.
Eludir la situación o rodearla, pero no contratacar, salvo que ese fuera nuestro deber.
El mal del mundo no es anónimo. Somos todos en alguna medida corresponsables del mismo.
El mal es fruto de un inadecuado comportamiento del hombre, y de nosotros se alimenta.
Cada uno de nosotros puede contribuir a su aumento a poco que descuidemos controlar nuestro egoísmo y soberbia.
Soñamos con hacer el bien y no sería poco que comenzáramos con evitar que no aumentara el mal con nuestro cabreo o venganza.
Uno tiende a pensar o sentir que está despojándose de su dolor y de su rabia cuando devuelve el daño al otro, pero es un sentimiento pasajero, que también puede volverse en contra contra nosotros.
En estos tiempos es más común la ley del talión que la ley de Cristo.
Pero si realmente caminamos con Cristo no podemos olvidarnos que nos dijo: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo». Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que maltratan; para que seáis hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Mateo 5,38-45
Por ello ante las afrentas debemos de reaccionar con serenidad, empatía, compasión, y perdonar al menos en nuestro interior, manteniendo si es posible un positivo diálogo para el esclarecimiento de la situación.
En las relaciones con los seres queridos, y en principio todas las personas deben serlo, si quiero “ganarme” a mi prójimo , debo “perder” las discusiones y peleas.
Hay una oración que dice así: «No dejes, Señor, que colabore con el mal del mundo haciendo sufrir a los que me rodean. Haz que haga de puente entre tu amor y tu realidad. Hazme oasis para que los demás puedan reposar un poco de su quehacer cotidiano. Hazme portadora de paz. Que, a pesar de mis limitaciones, mis razones, mis tensiones, puedas canalizar a través de mí un río de paz que no se quede en mí y vaya a los demás».