Echo de menos a mis hijos.

Les echo de menos incluso cuando están conmigo.

Apenas me hablan. Apenas escuchan. Apenas me miran.
Apenas se percatan de mi presencia.
Su mundo está lleno
y apenas hay hueco para nada más.
Ni para un pedacito de padre.

Echo de menos sus dos, sus tres, sus trece años,
sus besos, sus abrazos, su mirada, su sonrisa…
su inocencia,
incluso sus llantos,
eso más que nada,
sus llantos:
cuando los cogía en brazos para ir al parque.
Cuando en sus noches los abrazaba para que sueños felices anidaran en su cama.
Cuando reíamos y jugabamos en el salón de la casa,
Cuando corríamos a la orilla de la cala.

¡Cuánto les echo de menos¡

Se fueron, un poquito, cuando alcanzaron los catorce,
no me di cuenta.
Aún se fueron un porquito más lejos cuando al canzaron la mayoría de edad,

y ya se distanciaron en el Camino, por separado, cuando dejaron la Universidad.

Sentí que mientras mi vista alcanzara a verles estaría bien.
Pero otra pareja les hizo las maletas con muchos sueños y pocos recuerdos

No nos hemos dicho adios.
Sólo un hasta luego.

Hoy han vuelto, me levanté como cada mañana,
fui a despertarles con el beso que compartíamos desde años,
y en lugar de a mis pequeños, me encontré a una mujer y un hombre en su cama.

Ojalá me hubiera dado cuenta de lo que estaba pasando.
La vida.

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