La Constitución Española establece que los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política.
Toda democracia está fundamentada en el reconocimiento efectivo de la existencia del conflicto político, pero, simultáneamente, basa su propia existencia en el consenso político acerca de que tal conflicto ha de ser siempre resuelto de acuerdo con las reglas democráticas, las cuales, en todo caso, incluyen la competencia electoral entre partidos.
Los partidos políticos nacieron así como funcionalmente imprescindibles para los sistemas políticos democráticos del siglo XIX y principios del XX.
El moderno partido político es en realidad la organización metódica de masas electorales. Una máquina creada con el fin de ganar elecciones, y para ganarlas necesita sacrificar su democracia interna. Por ende, la política interna de los partidos es absolutamente conservadora. Por ello, la lucha entre partidos de izquierda y de derechas ya no es de principios, sino simplemente de competencia por el poder, que es siempre conservador.
A medida que la organización del Partido aumenta, la lucha por los grandes principios se hace imposible. Para reclutar votos y militantes hay que rehuir una política basada sobre principios estrictos. Así, los partidos socialistas (y no socialistas) se rigen por un único principio marxista (de Groucho): Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros.
Se produce con los Partidos Políticos más votados lo que a principios del siglo XX el sociólogo alemán Robert Michels llamó la Ley de hierro de la oligarquía: En primer lugar, cuanto más grande se hace la organización, más se burocratiza (crece el número de bocas que comen de ella), ya que debe tomar decisiones cada vez más complejas y rápidamente. Quienes saben cómo tratar los temas complejos se vuelven imprescindibles y conforman la élite. En segundo lugar, para que la organización sea eficiente necesita un liderazgo fuerte. En tercer lugar, las masas hacen deseable ese liderazgo, pues son apáticas, ineptas para resolver problemas y tienden al culto de la personalidad. Su única función sería la de escoger de vez en cuando a sus líderes, que no tardan en convertirse en profesionales.
Los partidos dominantes actuales en España y en la mayoría de los países del mundo, sin contrapoderes independientes reales, tienden a acaparar todo el poder, y originan una peligrosa disfunción para las democracias contemporáneas, derivando en partitocracias consolidadas en todos los estamentos sociales.
De ello se han dado cuenta y se aprovechan las todo poderosas corporaciones económicas, que no desean una nación, ni un territorio, sino un mercado internacionalizado y mano de obra cualificada y barata muy productiva, por lo que les interesa el control de esos partidos políticos para conseguir la normativa adecuada a sus intereses.
Esta situación económica actual es desconocida por la mayoría de la ciudadanía, y no interesa que se conozca a los controladores actuales de la economía mundial y también de nuestro país.
Para salvaguardar unos mínimos valores que impidan una revuelta generalizada contra el sistema, en el Foro Económico Mundial, más conocido como el Foro de Davos -que reúne a los más importantes líderes empresariales y políticos cada año en Suiza- se publica el inútil «Manifiesto de Davos 2020».
Actualmente no pude pensarse que los partidos políticos españoles han sido ajenos al nuevo contexto. Tampoco el sistema financiero español.
Por mostrar el poder de estas nuevas corporaciones económicas, los activos que controla BlackRock equivalen a la riqueza de Reino Unido, Francia, Canadá y España juntos. Equivale a la valoración en bolsa de Apple, Amazon, Google (Alphabet), Microsoft, Alibaba, Tencent, Berkshire Hathaway, Facebook, JP Morgan Chase, Bank of America, Johnson Johnson, Exxon y todo el valor bursátil del Ibex.
Este es el marco de la democracia en la que vivimos, que viene convirtiendo de forma reservada en España, al igual que en otros países del mundo, a los partidos políticos en instrumentos de dichas corporaciones financieras y empresariales
Las gestoras de fondos de inversión como BlackRock – que controla activos por valor de casi siete billones de dólares-, o Vanguard y sus otros competidores son los amos opacos de la economía en el mundo, los principales accionistas en casi todas las grandes multinacionales, incluyendo las que operan en España, y controlan los medios de comunicación, que utilizan como instrumentos de opinión.
Esos fondos y empresas multinacionales como Google o Amazon, son la oligarquía del siglo XX y XXI, y evidentemente de una u otra forma tratan de controlar los partidos políticos que utilizan de forma muy reservada para sus fines, y controlan los medios más importantes de información, por lo que controlan la opinión pública, que testan de manera evidentemente a través de sus canales de información, como puede ser a través del control de las redes sociales y las tendencias que resultan de empresas como Google o Amazon, y su interés puede ser incluso contrario al general de los ciudadanos de España.
En cualquier caso, es evidente que los partidos españoles han derivado hacia estructuras organizativas oligárquicas y liderazgos cesaristas, que, sin llegar a incumplir el mandato constitucional de que su estructura interna y funcionamiento deben ser democráticos, dejan mucho que desear en cuanto a pluralismo interno y respeto a la voluntad de los diversos sectores de sus militantes. Se han convertido en organizaciones endogámicas y herméticamente cerradas al talento exterior.
Los españoles solo pueden votar a sus candidatos en bloque, a través de listas cerradas elaboradas por los propios partidos tras un proceso de selección donde la intriga y las relaciones cuentan más que la preparación. La mayoría de nuestros representantes llegan a puestos de responsabilidad sin más experiencia que su militancia política. Solo el 36 por ciento de los diputados del Congreso declaraban haber trabajado alguna vez en la empresa privada en 2018.
En tiempos normales las disfunciones de la política española quedaban tapadas y la polarización inmunizaba a los políticos frente a las consecuencias de sus errores. La pandemia ha desvelado una verdad dolorosa: la incompetencia cuesta vidas y arruina economías.
La visión patrimonialista del presidente sobre las instituciones es anterior a la pandemia. Como fiscal general del Estado escogió a Dolores Delgado, su imparcial exministra de Justicia; como director del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) a un histórico militante de su partido; y como director gerente de la agencia pública de noticias EFE a un exportavoz socialista, después de cesar al presidente que le recordó que la agencia no es del gobierno.
La coalición de izquierdas, con un récord de 22 ministerios y una Presidencia del Gobierno, y nada menos que otras cuatro vicepresidencias, se ha convertido en una agencia de colocación de amigos y fieles de los partidos que la forman, incluidos cientos de asesores de quienes los ciudadanos desconocemos ocupación, méritos e incluso nombres, a pesar de una sentencia del Tribunal Supremo favorable a identificarlos.
Debería ser al revés: nunca fue tan importante una fiscalización de cada cargo y la justificación de sus sueldos cuando miles de personas están perdiendo sus trabajos y el desempleo es el mayor de Europa.
Los políticos que acceden al poder intentan acabar con la oposición interna en el Partido, y en el espectro político, para consolidarse en el poder con sus apoyos. Poder que intentan expandir a todas las instituciones, incluso religiosas, y especialmente las que están para controlar el gobierno.
Se fomenta un frentismo social llevando a cabo el aforismo de divide y vencerás, fomentando una crispación en la ciudadanía que impide la toma de posturas consensuadas.
Se trasforma así la política en un lugar donde vive la oligarquía de los que están en el poder, acólitos interesados, manejados en mayor o menor medidas, siempre reservadamente, por las grandes corporaciones económicas a las que nos hemos referido.
La intromisión desde el Gobierno en la justicia, los medios de comunicación públicos o los organismos que velan por intereses nacionales, grave de por sí en tiempos ordinarios, debería ser intolerable en tiempos en los que se requiere la unión en la ciudadanía frente a los retos comunes sanitarios, climáticos y económicos a que nos enfrentamos.
Cuando se demandan grandes sacrificios a la ciudadanía, la mínima contrapartida que deben ofrecer los políticos es transparencia, frugalidad —a comienzos de 2020, el Gobierno se subió el sueldo un 2%, y en 2021 se aplicará la subida de sueldo aprobada para los funcionarios y empleados públicos— y garantías de que las instituciones serán puestas al servicio del interés general, no del partido en el poder.
Revertir la mediocridad y el control en la política española requerirá de profundas reformas que deben comenzar por la educación y cuyos beneficios podrían demorarse años, y recuperar la separación real de poderes que frenaría la degradación actual de la democracia.
Nunca hubo mejor momento para reformar los procesos de selección de altos cargos, promulgar leyes que garanticen la independencia de organismos públicos y legislar en favor del acceso de la población a toda la información sobre qué se hace con el dinero de sus impuestos.
Urge cambiar la ley electoral, la financiación de partidos, la transparencia de los ingresos de sus representantes, la organización territorial y las cuestiones de Estado, y renovar las instituciones de gobierno para que dejen de ser una agencia de colocación de políticos y militantes afines a los partidos en el poder.
Arbitrar un sistema de responsabilidad personal de los dirigentes españoles por sus fracasos, más allá de que puedan tener consecuencias políticas en las urnas.
En definitiva, debemos adaptar nuestro sistema democrático, y por ende nuestro sistema judicial, propio del siglo XIX, a la nueva situación económica mundial, y a lo que los economistas vienen denominando la cuarta revolución industrial, en la que serán los robots integrados en sistemas ciberfísicos los responsables de una transformación radical.