Por su interés recogemos un fragmento del artículo publicado en la revista Kerygma en marzo de 2013, de un cristiano y reconocido jurista:
Aunque ya los documentos “Mater et Magistra” de Juan XXIII y la Constitución conciliar “Gaudium et Spes” se hacían eco de la amplitud de horizonte de la llamada “cuestión social”, será “Populorum Progressio” de Pablo VI la que afirmará con toda claridad que la cuestión social ha adquirido una dimensión mundial.
Siguiendo esa línea, Benedicto XVI en “Caritas in Veritate” da un paso más y concreta que «hoy es preciso afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica, en el sentido de que implica no sólo el modo mismo de concebir, sino también de manipular la vida, cada día más expuesta por la biotecnología a la intervención del hombre. La fecundación in vitro, la investigación con embriones, la posibilidad de la clonación y de la hibridación humana nacen y se promueven en la cultura actual del desencanto total, que cree haber desvelado cualquier misterio, puesto que se ha llegado ya a la raíz de la vida. Es aquí donde el absolutismo de la técnica encuentra su máxima expresión. En este tipo de cultura, la conciencia está llamada únicamente a tomar nota de una mera posibilidad técnica. Pero no han de minimizarse los escenarios inquietantes para el futuro del hombre, ni los nuevos y potentes instrumentos que la «cultura de la muerte» tiene a su disposición. A la plaga difusa, trágica, del aborto, podría añadirse en el futuro, aunque ya subrepticiamente in nuce, una sistemática planificación eugenésica de los nacimientos. Por otro lado, se va abriendo paso una mens eutanasica, manifestación no menos abusiva del dominio sobre la vida, que en ciertas condiciones ya no se considera digna de ser vivida. Detrás de estos escenarios hay planteamientos culturales que niegan la dignidad humana” (Caritas in Veritate nº 75)
Es decir, lo que hoy en día está en juego es una idea del hombre; ha sido puesta en riesgo la auténtica concepción del hombre, la verdad acerca de él. En efecto, vivimos una revolución de carácter antropológico de tal magnitud que, aunque la labor de ingeniería social que se ha realizado ya está prácticamente consumada o muy avanzada en los países occidentales, nos urge a tomar conciencia de la magnitud del problema, y a incorporar de forma decidida en nuestra labor evangelizadora la visión cristiana del hombre o cuando menos una visión del mismo conforme a la razón y al orden natural.
La Constitución pastoral Gaudium et Spes, de la que pronto se cumplirán 60 años, ya constataba que la sociedad actual estaba sometida a cambios profundos, que han producido “una verdadera metamorfosis social y cultural, que redunda también en la vida religiosa” (GS 4). Lo cierto, sin embargo, es que más allá de lo que podían prever -a mi juicio- los padres conciliares, en las últimas décadas el cambio se ha acelerado aún más, con interrogantes y comportamientos de naturaleza antropológica que requieren no sólo un serio discernimiento, sino también una toma de conciencia y acciones a realizar dentro incluso de la propia comunidad cristiana. La Iglesia, para la que “nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (GS 1) y que es “experta en humanidad”, no puede dejar de ponerse con redoblado esfuerzo y de forma urgente al servicio de la humanidad aportando aquellos elementos de verdad sobre la persona, la familia y la sociedad que de verdad favorezcan un auténtico progreso, según el designio de Dios. Máxime cuando lo que está en juego es la pregunta fundamental sobre quien es el hombre y las que de ella se derivan.
Es verdad que el problema viene de lejos, y que las causas por las que se ha llegado a la presente situación son diversas, teniendo como telón de fondo el oscurecimiento cuando no el eclipse de Dios y la ruptura de la ley o del orden natural, “en la que brilla la Razón creadora”. La concepción materialista de la vida, el relativismo moral imperante desde hace décadas y el positivismo jurídico han hecho posible la gestación de leyes y conservación de la mismas (todas las grandes formaciones políticas de una forma u otra han contribuido a ello), que a su vez por la función pedagógica y generadora de una moral que tienen las normas, en este caso nefasta, están contribuyendo a la deformación de las conciencias si estas no están suficientemente formadas, deformación de la conciencia que también ha penetrado de forma profunda en círculos del pueblo católico. Se ha ido generando en los últimos decenios una determinada mentalidad que ha oscurecido la verdad esencial sobre el hombre, retroalimentándose a su vez con las legislaciones que se van aprobando. Más aún algunas de estas leyes se imponen de forma un tanto totalitaria. Se impone por el Estado una determinada ideología y cosmovisión, conllevando importantes sanciones para aquellos que las cuestionen o discrepen de las mismas.
Aumenta la gravedad de todo lo anterior el hecho de que el Estado, arrogándose unas funciones que en realidad pertenecen a los padres, mediante las leyes educativas que promulga, impone una visión ideológica de forma totalitaria sobre muchas de las cuestiones que referimos en este artículo.
Cuestiones como el aborto, separación sexualidad y fecundidad, el matrimonio homosexual, la experimentación con embriones, la fecundación in vitro, manipulación genética y proyectos eugenésicos, la eutanasia, la ideología de género, la negación de los sexos biológicos, leyes trans, idelologías animalistas más extremas, teoría del “ciborg”, corrientes transhumanistas o poshumanistas, etc., son cuestiones que no podemos soslayar. Muchos de estos fenómenos confrontan radicalmente la visión cristiana del ser humano como creación de Dios, como imagen de Dios, también la visión que tenemos sobre el matrimonio y la familia, y en definitiva sobre la sociedad.
El último documento aprobado por la Conferencia Episcopal española, “El Dios fiel mantiene su alianza” precisamente es una invitación a reflexionar en este “cambio de época” sobre la persona, la familia y la sociedad. En los tiempos que vivimos, donde la verdad se encuentra en crisis, oscurecida y donde cada vez impera más la posverdad y el emotivismo, donde en vez de basarse en los hechos objetivos se apela a las emociones, creencias o deseos individualistas de cada uno; digo que, en estos tiempos, más que nunca los creyentes debemos ayudar a nuestros hermanos, empezando en la propia comunidad católica, a descubrir o redescubrir la verdad sobre la persona y sobre la familia.
La Iglesia en la defensa y promoción de la dignidad de la persona, hoy no puede dejar de proclamar (y trabajar para que se hagan realidad en nuestra sociedad) lo que Benedicto XVI llamó “Principios no negociables”: entre otros, la protección de la vida en todas sus etapas, desde el momento de la concepción hasta la muerte natural; el reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio; la protección del derecho de los padres a educar a sus hijos. Hoy esto debe formar parte del anuncio cristiano, siendo además una batalla cultural que hay que afrontar y de la que no podemos desertar.
Es verdad que cuando vemos el actual panorama social y legislativo, en nuestro país y en los países de nuestro entorno, donde las legislaciones ideológicas y contrarias al orden natural de las cosas han avanzado tanto en su implantación, puede parecer que poco ya se puede hacer. Ciertamente a corto plazo y medio plazo es poco probable que veamos resultados, pero no debemos dejar de trabajar por revertir la situación pues el futuro no está escrito. La historia de la humanidad nos muestra la caducidad de muchas de las ideologías que históricamente surgieron. Por otro lado, cuando muchos de los postulados de una ideología como la de género van contra la evidencia científica y el sentido común, es de esperar que no perduren mucho en el tiempo y volvamos a la racionalidad.
Cuando le preguntaron en octubre de 2012 al Papa Benedicto XVI sobre las razones de su esperanza, en relación con el cristianismo y la cultura europea, entre otras razones explicó: “La primera razón de mi esperanza consiste en que el deseo de Dios, la búsqueda de Dios está profundamente grabada en cada alma humana y no puede desaparecer. Ciertamente, durante algún tiempo, Dios puede olvidarse o dejarse de lado, se pueden hacer otras cosas, pero Dios nunca desaparece. Simplemente, es cierto, como dice san Agustín, que nosotros, los hombres, estamos inquietos hasta que encontramos a Dios. …… La segunda razón de mi esperanza -prosigue Benedicto XVI- consiste en el hecho de que el Evangelio de Jesucristo, la fe en Cristo, es simplemente verdad. Y la verdad no envejece. También se puede olvidar durante algún tiempo, es posible encontrar otras cosas, se puede dejar de lado; pero la verdad como tal no desaparece. Las ideologías tienen un tiempo determinado. Parecen fuertes, irresistibles, pero después de un determinado período se consumen; pierden su fuerza porque carecen de una verdad profunda. Son partículas de verdad, pero finalmente se consumen. En cambio, el evangelio es verdadero, y por lo tanto nunca se consume” (La nueva Europa. Identidad y Misión. BAC, Textos selectos, Vol. 3).